La celebración de la última cena, la celebración de la muerte y la celebración de la resurrección, son tres aspectos de una misma realidad: La plenitud de un ser humano que llegó a identificarse con Dios que es Amor. La realidad profunda que se nos revela en estos acontecimientos es que Dios es amor. Este es el punto de partida para que cualquier ser humano pueda desarrollar su verdadera humanidad. Pero el amor es también la meta a la que llegó Jesús y a la que tenemos que llegar nosotros.Ese amor, ni en Dios ni en nosotros, puede ser puramente estático; al contrario, es lo más dinámico que podemos imaginar, porque es el motor de puesta en marcha de toda acción verdaderamente humana.El recuerdo puramente litúrgico de la muerte de Jesús, sin un compromiso de defender en nuestra vida las mismas actitudes que le llevaron a la muerte, es un folclore vacío de contenido.Otro peligro que nos acecha en esta celebración, es caer en la sensiblería. Tal vez no podamos sustraernos a los sentimientos ante la descripción de una muerte tan brutal. El peligro estaría en quedarnos ahí y no tratar de vivir lo que estamos celebrando.(La muerte en la cruz tenía como fin eliminar a una persona físicamente; pero también degradarla ante la sociedad, para que su influencia moral desapareciera).Nos importan los datos históricos, pero sólo como medio de descubrir la cristología que en ellos se encierra: Jesús es para nosotros el modelo de lo humano y de lo divino, que manifestó absolutamente en esos momentos decisivos de su vida terrena. En el momento del sacrificio, empezó una nueva era. Se puso en entredicho la justicia religiosa y se predicó el perdón, la misericordia, la piedad. El amor a Dios y al prójimo pasaron a ser la primera premisa de la moral. Practique la misericordia y el amor; llenemos de bondad al mundo.