Europa Estancada

Europa enfrenta las perspectivas más arduas desde la Guerra Fría. La invasión rusa de Ucrania —la primera gran guerra de agresión en suelo europeo desde 1945— ha obligado a Europa a reconsiderar supuestos de larga data. Las tensiones geopolíticas han sacudido las cadenas de suministro, trastornado el comercio internacional y revelado graves vulnerabilidades en materia de seguridad energética. La alianza transatlántica, fuente de seguridad durante las últimas ocho décadas, enfrenta presiones importantes. Europa está decidida a incrementar el gasto en defensa frente a enemigos externos, pero a la vez debe proteger los servicios públicos y los sistemas de bienestar que sustentan el contrato social. Nada de esto sería tan problemático con un crecimiento económico sólido y abundantes fondos públicos, pero la recuperación pospandémica ha perdido ímpetu y el estancamiento de la productividad empaña las perspectivas de crecimiento a mediano plazo. Las finanzas públicas nacionales están significativamente comprimidas y las presiones de gasto son cada vez mayores. Los exportadores deben hacer frente a una fuerte carga arancelaria para poder vender sus productos a Estados Unidos, el mercado externo más importante. Además, la población en edad de trabajar se reducirá en 54 millones para fines de siglo, con lo cual será aún más difícil generar crecimiento y mejorar los niveles de vida.
Pero si la historia nos sirve de guía, Europa puede transformar la adversidad en ventaja. Tras la Segunda Guerra Mundial, las naciones europeas emprendieron la monumental tarea de reconstruir las economías, restablecer la estabilidad política y prevenir conflictos, y la llevaron a término gracias a la integración económica y la cooperación política, con la mirada puesta en la libre circulación transfronteriza de bienes, servicios, personas y capital. Este experimento sin paralelo histórico, que culminó en el mercado único, estaba arraigado en un principio fundamental: afianzar los lazos económicos entre naciones conduce a la paz, la prosperidad y la estabilidad.
La reconstrucción de la posguerra jugó un papel crítico. Aunque el Plan Marshall quizá sea más conocido, otras iniciativas —la Unión Europea de Pagos de 1950 y la Comunidad Europea del Carbón y del Acero de 1952, por ejemplo— resultaron igualmente decisivas, ya que sentaron bases esenciales y reforzaron la cooperación transfronteriza. Para 1957, seis países habían formado la Comunidad Económica Europea, orientando al continente hacia el mercado único.
Ochenta años más tarde el Mercado Único Europeo ha logrado notables avances. Integrado por 27 naciones con 450 millones de habitantes, constituye el núcleo de la Unión Europea y la ha transformado en un gigante económico internacional que genera alrededor del 15% del PIB mundial en dólares de EE.UU. de valor corriente, comparable únicamente con Estados Unidos y China. Esta prosperidad no se ha alcanzado a costa de sus valores fundamentales ni de la calidad de vida. Hoy, muchas naciones europeas ocupan los primeros puestos en satisfacción personal, seguridad laboral, protección social y esperanza de vida. Europa continúa haciendo gran hincapié en la cooperación internacional, ya sea en políticas comerciales o climáticas, incluso durante los momentos más duros.
Con todo, el mercado único está incompleto. Su potencial económico pleno se encuentra limitado por persistentes barreras y prioridades nacionales en algunos sectores e industrias. La transición hacia una soberanía económica y política mancomunada jamás ha sido algo fácil de lograr y tampoco debería serlo; de hecho, esa, más que ninguna otra, es la razón por la cual el mercado único siempre se ha considerado como una obra inconclusa. Algunos sectores de importancia estratégica —energía, finanzas y comunicaciones— quedaron excluidos de la integración total desde un comienzo. Pero como lo dejan en claro recientes informes elaborados por Mario Draghi y Enrico Letta, ex primeros ministros italianos, a medida que se multiplican los retos externos apremia más dar forma definitiva al mercado único. Europa necesita más crecimiento y más resiliencia económica, algo que sería posible con una economía más íntimamente integrada.
La UE ha avanzado sustancialmente en la liberalización del comercio entre sus Estados miembros, pero persisten numerosos obstáculos. Las elevadas barreras comerciales dentro de Europa equivalen a un costo ad valorem del 44% para los productos manufacturados y del 110% para los servicios, según muestra un estudio del FMI (2024). Esos costos recaen en los consumidores y las empresas de la UE, en forma de pérdida de competencia, precios más altos y menor productividad.
Si la historia nos sirve de guía, Europa puede transformar la adversidad en ventaja.
La UE también está lejos de la integración de los mercados de capital, y los flujos transfronterizos se ven frustrados por la persistente fragmentación entre países. La capitalización total de las bolsas de valores del bloque rondaba en USD 12 billones en 2024; es decir, el 60% del PIB de los países participantes. En comparación, las dos mayores bolsas de valores de Estados Unidos tenían una capitalización combinada de USD 60 billones; o sea, más del 200% del PIB interno. La limitada armonización a nivel de la UE en ámbitos importantes como la legislación bursátil obstaculiza el crecimiento al impedir que el capital fluya hacia los polos más productivos.
Esa es una de las razones por las cuales Europa exhibe bajos niveles de productividad y va a la zaga en la adopción de tecnologías que la promueven.
Hoy, la productividad total de los factores de la UE es un 20% inferior a la de Estados Unidos. Menos productividad significa menos ingresos. Incluso en sus economías avanzadas más grandes, el ingreso per cápita es un 30% inferior al promedio estadounidense
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