1968



No olvidamos el 2 de octubre. Los personajes que participaron en ello no eran sobrenaturales o extraordinarios. Los hubo heroicos, pero también traidores, hubo criminales y hombres y mujeres íntegros, y otros que no eran ni una cosa ni la otra: quienes iban honestamente a tratar de romper con un sistema político o asumir su modernidad en ciernes y quienes pensaban que acababan con una conjura internacional contra el país. Y hubo, por sobre todas las cosas, la rigurosa frialdad del ejercicio del poder sin importar los costos. Los mitos se construyen de vida y muerte, sangre y carne, de pasiones sublimes y muy bajas. Y de eso sí hubo mucho en Tlatelolco. Hay un personaje central que jamás dejará de ser el gran responsable, Gustavo Díaz Ordaz con la operación de quien se ganó entonces su sucesión, Luis Echeverría.
El 68 nos dejó, también sin asumirlo plenamente, más una estética que una cultura, derivada en buena medida del propio mito. En términos estrictos no hay una cultura del 68 ni una literatura del mismo (aunque se escribieran muchos libros sobre el movimiento); su música, como en el caso del rock, terminó casi en la clandestinidad, con un cierto desprecio de las dirigencias políticas de izquierda de entonces, y todo se consumió en la llamada música de protesta, de buena o mala calidad, que tenía exponentes nacionales, pero provenientes de la nueva trova cubana o de Sudamérica, donde se estaban desarrollando otros mitos que queríamos adquirir como propios.
Dice Levi Strauss que los mitos deben tener tres elementos fundamentales para serlo: generar una pregunta existencial, por ejemplo sobre la vida y la muerte; estar constituidos por contrarios irreconciliables: el bien y el mal, en este caso estudiantes y gobierno; y por un tercer elemento que de alguna manera trataron de implementar Echeverría y López Portillo en la década siguiente: la reconciliación de esos polos con el fin de conjurar, dice Levi Strauss, nuestra angustia. Todo eso fue parte del mito del 68, pero lo que no hubo fue la construcción de una verdadera historia del 68. Hoy conocemos lo que ocurrió por partes de esa historia que fueron reconstruidas sobre todo por Luis González de Alba, por Julio Scherer, por Carlos Monsiváis y unos pocos otros, pero seguimos teniendo un mito del 68 que no ha generado una historia ni siquiera oficial, de lo sucedido.
Tenemos, es verdad, un momento histórico preciso que tiene la virtud de engarzar a un México entonces encerrado en sí mismo, con el momento mundial: el 68 de Tlatelolco, es parte de la misma historia de los asesinatos de Martín Luther King y Robert Kennedy; del movimiento de los derechos civiles en Estados Unidos; de la muerte en Bolivia del Che Guevara; de las movilizaciones de París y Praga; del encandilamiento con la guerra de Vietnam y la Revolución Cubana; de los capítulos más álgidos de la Guerra Fría y El Libro Rojo de Mao; de la revolución cultural y social que venía de la música de Los Beatles, Los Rolling Stone y Bob Dylan y que, con todo, nos quedaban en muchas ocasiones demasiado lejos.
Pero había, más allá del poder y de la política, una generación (o parte de ella, porque el movimiento fue esencialmente capitalino con extensiones aisladas en provincia) que quería romper la cortina de nopal y hacer suya esa historia que se estaba viviendo más allá, en un mundo que parecía entonces cercano y extraño. El 68 fue también la nostalgia de lo que aún no se había vivido, pero que ya se estaba viviendo en el mundo.
Y alrededor se vivía desde la experimentación con las drogas y el amor libre hasta la guerra de guerrillas, desde la propuesta de llevar la imaginación al poder hasta la violencia más pragmática rodeada de una aureola de misticismo. Se trató de tropicalizarlo, atraerlo a nuestra realidad, aunque viviéramos entonces en parámetros diferentes a los de muchos de los que vivían, sufrían o disfrutaban esos fenómenos sociales, culturales, políticos que no dejaban de ser, son aún hoy, fascinantes.
Pero como nunca se hizo justicia, algo imprescindible para convertir un mito en historia, seguiremos reinventando el 68 a pesar de que cada día está más lejos en nuestra historia y nuestra memoria.
Del 2 de octubre del 68, sólo nos queda, en el mejor sentido de la palabra, el mito. Un mito es un relato de hechos maravillosos protagonizados por personajes sobrenaturales o extraordinarios, dice mi enciclopedia y para muchos eso sigue siendo el 68. En realidad todo fue bastante más prosaico: no tiene nada de maravilloso asesinar jóvenes en medio de un fuego cruzado entre fuerzas policiales, en realidad paramilitares, y militares (y contra algún que otro estudiante mal armado) que no se reconocen entre sí porque así se orquestó desde el poder; detener y abusar de decenas, centenares, de jóvenes inocentes y acabar con un movimiento que ya había pasado sus mejores momentos, para poder inaugurar en paz los Juegos Olímpicos que iniciarían días después.
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